Son extrañas bolas de luz que flotan en el aire durante las tormentas y que, ocasionalmente, rompen ventanas y entran en los domicilios ante la mirada atónita de sus propietarios.
Las aventuras de Tintín están plagadas de fenómenos atmosféricos, desde las inundaciones periódicas propias del sureste asiático hasta las tormentas de arena, pasando por lluvias, vendavales, nevadas o arcoíris.
De todos ellos, el más impresionante es, sin duda, el rayo globular –también llamado centella o rayo bola- y que aparece en la portada de «Las siete bolas de cristal».
Muy probablemente Hergé era conocedor de la ilustración «L`eclair en boule» –una bola de relámpago- que apareció en el libro de ciencia francés «La anture: revue des ciences et de leurs applications aux arts et a l`industrie».
Ni rayo ni bola
Los rayos son uno de los fenómenos naturales más maravillosos que podemos observar, son descargas de luz en forma de arco, con una duración de apenas unas milésimas de segundo y con un voltaje muy elevado, equivalente a cientos de millones de voltios.
El rayo globular es desconocido por una gran mayoría de la población, en parte por su excepcionalidad. Se estima que se produce uno por cada diez mil rayos ordinarios que se registran durante una tormenta.
Esta baja incidencia provocó que no fuese hasta el 21 de octubre de 1638 cuando se consiguió la primera descripción sólida de la historia. Fue en el condado inglés de Devon, allí un fenómeno conocido como «the great storm» destruyó el techo de la iglesia de San Pancracio ante la estupefacta mirada de los fieles.
Tiempo después, el zar Nicolás II pudo ser testigo de excepción de uno de estos fenómenos durante un servicio religioso en una iglesia.
En Japón también son conocidos y forman parte de la tradición oral, se les designa con el nombre de «hitodama» y se asocian al alma de los muertos.
Hasta la Segunda Guerra Mundial las descripciones fueron anecdóticas, fue durante la contienda cuando los pilotos, tanto aliados como los alemanes, dieron cuenta de la presencia de puntos luminosos que «acompañaban» a sus aviones de combate. Los describían generalmente de una coloración rojiza o azulada.
A pesar de su nombre no son ni rayos ni bolas, a lo que más se asemeja es a un «platillo volante». Su tamaño suele oscilar entre los diez y cuarenta centímetros, y suelen desplazarse por el suelo a una velocidad de escasos metros por segundo, acompañados de un ruido que recuerda a la crepitación del agua hirviendo o a un silbido.
El secreto está en el elemento número 14
Los rayos globulares siguen un patrón aleatorio, con movimientos no claramente definidos, unas veces se mueve forma rápida y otras veces flota lentamente, hasta que terminan por detenerse con un estruendo, dejando un olor nauseabundo a azufre, óxido nítrico u ozono en el ambiente.
La corta duración y la generación aparentemente espontánea explican por qué durante mucho tiempo no hayamos tenido una teoría científica consistente que los pudiese explicar.
Afortunadamente la situación cambió en el año 2007 cuando un equipo de científicos fue capaz de generar rayos globulares en el interior de un laboratorio, a través de la oxidación de nanopartículas de silicio. En ese momento los científicos se encontraban en condiciones de desarrollar una explicación científica.
Actualmente se acepta que cuando se forman este tipo de relámpagos algunos minerales del suelo son evaporados, generalmente aquellos que contienen silicio, y al contacto con el oxígeno del aire sus filamentos se inflaman, generando el fenómeno óptico. Así de sencillo…
Fuente: ABC