A medianoche del 22 de septiembre de 2012, aparecería un telón óptico colorido en el cielo sobre Manhattan de Nueva York, Estados Unidos. En la región sureña de esta ciudad, raras personas podrían ver este fenómeno fascinante de aurora polar. Sin embargo, el sentimiento agradable de la gente, generado de la contemplación de esta escena maravillosa, no duraría mucho, pues varios segundos después los focos eléctricos de esta zona empezarían a oscurecer y centellear y, de repente, volver a relucir de manera extraordinariamente brillante. Acto seguido, sucedería un apagón general. Al cabo de 90 segundos, se cortaría el suministro de electricidad en todo el este del país. Un año más tarde, millones de norteamericanos empezarían a morir y todas las instalaciones infraestructurales de la nación se reducirían a escombros. El Banco Mundial anunciaría que Estados Unidos se haya convertido en un país en vías de desarrollo. Al mismo tiempo, Europa, China, Japón y otros países y regiones forcejearían, igual como Estados Unidos, en esa catástrofe. El origen de ese desastre provendría de una violenta tormenta que ocurriría en la superficie del sol, a una distancia de 150 millones de kilómetros de nuestro planeta.

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