Galileo nos cuenta las primeras observaciones con telescopio de la historia

Por Alberto Anunziato 

Galileo nos cuenta las primeras observaciones con telescopio de la historia
Traducción de párrafos de “Nuncius Sidereus”.

 

Retrato de Galileo

En “Sidereus Nuncius”, obra publicada en marzo de 1610, Galileo narra las primeras observaciones astronómicas con telescopio de la historia (en cuanto sabemos). A una distancia de cuatro siglos vemos como el simple acto de elevar a los cielos su telescopio marcó el triunfo del paradigma científico contemporáneo.

Por Alberto Anunziato 

Galileo nos cuenta las primeras observaciones con telescopio de la historia
Traducción de párrafos de “Nuncius Sidereus”.

 

Retrato de Galileo

En “Sidereus Nuncius”, obra publicada en marzo de 1610, Galileo narra las primeras observaciones astronómicas con telescopio de la historia (en cuanto sabemos). A una distancia de cuatro siglos vemos como el simple acto de elevar a los cielos su telescopio marcó el triunfo del paradigma científico contemporáneo.

 

Nuncius Sidereus

Recordemos que la concepción ptolemaica del universo (un paradigma que comprendía numerosas teorías hermanadas por considerar a la Tierra el centro del Universo) era un sistema que poseía una gran economía conceptual, al punto que hoy la navegación y la topografía todavía usan modelos basados en ella, además de apoyarse en el sentido común que muestra a las estrellas girando como una gigantesca cúpula cada noche. El sistema tenía una gran debilidad: el movimiento retrógrado de los planetas, que originó una serie de complicadas teorías auxiliares para explicarlos. Fue lo confuso del sistema y las discrepancias con los datos observables lo que lleva a Copérnico a poner en duda el modelo, pero solo en lo que al movimiento de la Tierra se refiere: gira alrededor del Sol (centro del Universo) como los otros planetas. Pero la obra de Copérnico pasó desapercibida fuera del ámbito astronómico. Será el telescopio el que sacudirá las creencias fundamentales del hombre y ayudará a definir la cosmovisión reinante. Y eso es lo que narra, nada menos, el libro cuyos párrafos presentamos.
Galileo comienza su libro dedicándolo a Cosme II, Gran Duque de Toscana, y afirmando que el descubrimiento principal que contiene la obra (los satélites de Júpiter) es una confirmación astrológica de la grandeza dinástica de los Medici, no siendo casual que los haya observado poco después de su ascenso al trono. Galileo llama a los cuatro satélites Astros Mediceos, y los mismos le valieron el mecenazgo del soberano (que nunca adhirió al copernicanismo), quién además se encargo de repartir telescopios por todas las cortes de Europa para que pudieran apreciarse “sus astros”. El “Sidereus Nuncius” (o “Mensajero Astral”) acompañaba a los telescopios como una especie de manual introductorio, completando el “presente empresarial”.
 
La obra comienza por nombrar los descubrimientos realizados con su telescopio (o como primeramente fue llamado por Galileo “perspicillum”, del latín “perspicio”, algo así como mirar con cuidado y detenimiento) y cómo fue su génesis: 

“Bellísimo y milagrosamente placentero es ver el cuerpo de la Luna, que dista de nosotros una distancia casi equivalentes a 60 radios terrestres, tan cercano como si distase solo dos radios, agrandando el diámetro mismo de la Luna casi 30 veces, su superficie casi 900, el volumen casi 27.000 veces más grande que cuando se observa a ojo desnudo. Gracias a esta experiencia cualquiera puede comprender que la Luna no posee una superficie lisa y pulida sino escabrosa y desigual y, como la de la Tierra, llena de grandes elevaciones, profundas cavidades y desfiladeros. Además no me parece poca cosa el haber terminado con las controversias en torno a la Galaxia, o Vía Láctea, y haber hecho patente su naturaleza tanto a los sentidos como al intelecto, así como es grato y hermoso poder demostrar que la sustancia de los astros hasta ahora llamados nebulosas es totalmente distinta de cuanto hasta ahora se había creído. Pero lo que por mucho es lo más maravilloso (y nos obliga a informar a todos los astrónomos y filósofos) es el haber descubierto cuatro astros errantes, por nadie (antes que por nosotros) conocidos ni observados, que a semejanza de Venus y Mercurio alrededor del Sol, cumplen sus revoluciones alrededor de un astro conspicuo entre los conocidos, a veces precediéndolo, a veces siguiéndolo, pero sin adelantársele más allá de ciertos límites. Y todo esto fue descubierto y observado hace pocos días, con la ayuda de un telescopio que inventé después de haber recibido la iluminación de la gracia divina. Otras cosas más admirables, por mí quizás o por otros, se descubrirán en el futuro con la ayuda de este instrumento, sobre cuya forma y estructura, así como de la ocasión de su invención, daré una breve noticia antes de narrar la historia de las observaciones que realicé con él. Hará unos diez meses nos llegó la noticia de que un flamenco había construido un telescopio, por medio del cual los objetos visibles, aunque se encontraran muy distantes del observador, se veían en detalle como si estuvieran muy cerca. Sobre este admirable efecto corrían voces, algunos les daban fe, otros no. El asunto me fue confirmado pocos días después a través de una carta del noble francés llamado Iacopo Badovere, de París;  y ésta fue la causa de que me dedicase por completo a averiguar los medios para lograr la invención de un instrumento similar, lo que conseguí poco después, basándome en la teoría de las refracciones. Primero preparé un tubo de plomo en cuyos extremos apliqué dos lentes, ambas planas de un lado, mientras que una tenía el otro lado convexo y la otra lo tenía cóncavo. Puesto el ojo en la parte cóncava vi los objetos bastante grandes y próximos, tres veces más cercanos y nueve veces más grandes de como se ven a simple vista. Luego preparé un instrumento más exacto, que mostraba los objetos sesenta veces más grandes. Y finalmente, sin reparar en gastos y fatigas, llegué a construirme un instrumento tan excelente que los objetos vistos a través suyo aparecen casi mil veces más grandes y treinta veces más cercanos que a ojo desnudo. Sería completamente superfluo señalar cuantas y cuales son las ventajas de un instrumento semejante para las observaciones terrestres y marítimas. Pero dejadas de lado las terrestres, me dediqué a las especulaciones celestes, y primero vi la Luna tan cercana como si estuviese a una distancia de apenas dos radios terrestres. Después de esto, con increíble placer en el alma, observé muchas veces las estrellas, fijas y errantes; y como las vi tan nítidas, comencé a estudiar el modo de calcular sus distancias, y finalmente lo logré”.

 

Primer telescopio de Galileo

Primera conmoción: con base en Aristóteles, se consideraba que la región celeste era perfecta, la imperfección y el cambio se creían relegados a la región sub-lunar, a la Tierra. Veamos lo primero que los maravillados ojos de Galileo observaron:

“En primer lugar trataremos la cara de la Luna que podemos ver. Por razones de claridad, la dividí en dos partes, más clara una y más oscura la otra. La más clara parece circundar y llenar todo el hemisferio, la más oscura oscurece como una nube la misma faz de la Luna y la hace aparecer llena de manchas. De estas manchas, aunque oscuras y bastante amplias, visibles para cualquiera, siempre se tuvo noticia, por lo que las llamaremos grandes o antiguas, a diferencia de otras manchas menores por su amplitud, pero tan frecuentes que cubren toda la superficie luna, sobre todo la parte más luminosa, de las que fuimos los primeros en verlas. Por la continua observación de tales manchas llegamos a la conclusión de que la superficie de la Luna no es pulida, uniforme y completamente esférica, como un gran número de filósofos cree de ella y de otros cuerpos celestes, sino que es desigual, escabrosa y con muchas cavidades y elevaciones, una superficie no muy diversa de la de la Tierra, con cadenas de montañas y profundos valles”.

El descubrimiento de las manchas solares (realizado meses después de publicar el libro que traducimos) confirmará que el universo está en cambio perpetuo.
No debemos olvidar que antes de Galileo se pensaba que no había más estrellas que las observables a simple vista. Era un universo al servicio del hombre (¿para qué habría estrellas que no pudiéramos ver?), ahora el hombre se empequeñece frente al Universo:

“Digna de nota parece también la diferencia de aspecto entre el aspecto de los planetas y el de las estrellas fijas. Los planetas presentan sus globos exactamente redondos y definidos y, como pequeñas lunas luminosas, aparecen circulares. Las estrellas fijas, en cambio, no parecen tener un contorno circular sino que, centelleando siempre, presentan fulgores vibrantes alrededor de sus rayos. Presentan la misma figura a ojo desnudo que vistas con el telescopio, pero más grandes, observándose una estrella de quinta o sexta magnitud como si fuese la Canícula, la más grande de las estrellas fijas. Pero más allá de las estrellas de sexta magnitud se verá con el telescopio un increíble número de otras, invisibles a nuestra vista: de hecho se pueden ver más de estas que todas las comprendidas en las seis magnitudes completas, las mayores de las cuales (que podemos llamar de séptima magnitud o primera de las invisibles), con la ayuda del telescopio, aparecen más grandes y luminosas que las estrellas de segunda magnitud vistas a simple vista. Y para prueba de su número inimaginable quise acompañar los dibujos de dos constelaciones a fin que, con su ejemplo, el lector pueda imaginar las restantes. En el primero me había propuesto abarcar toda la constelación de Orión, pero el enorme número de estrellas y la falta de tiempo hicieron que dejara la empresa para otra ocasión. Sin embargo, existen diseminadas en torno a las estrellas conocidas, en el espacio de uno o dos grados, más de quinientas, por ello agregaremos a las tres estrellas conocidas del cinturón y a las seis de la espada otras 80 recientemente descubiertas:”
 

 

Lente del primer telescopio

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