Investigadores descubren cómo una megaerupción sucedida hace 25.000 años consiguió enviar microorganismos hasta 850 km de distancia, un nuevo mecanismo de diseminación de la vida en la Tierra.
Hace apenas unos días, un grupo de investigadores británicos, de la Universidad de Sheffield, aseguraban estar plenamente convencidos de haber encontrado organismos de origen extraterrestre en nuestra atmósfera, a 27 km. de altura. Milton Wainwright, director de la investigación, afirmaba entonces que “la mayoría de las personas sostendrá que estas partículas biológicas deben, por fuerza, haberse desplazado a la estratosfera desde la Tierra, pero es sabido que una partícula del tamaño de las que hemos encontrado no puede elevarse desde la Tierra hasta alturas, por ejemplo, de 27 km. La única excepción podría deberse a una violenta erupción volcánica (que empujara a esas partículas hacia arriba), pero nada de eso ha sucedido durante los tres años en que hemos estado recogiendo muestras”.
Ahora, un equipo de la Universidad Victoria, en Nueva Zelanda, acaba de revelar cómo una erupción explosiva sucedida hace 25.000 años consiguió enviar microorganismos hasta 850 km. de distancia, un hecho que revela la existencia de un nuevo mecanismo de diseminación y evolución de la vida en la Tierra. El estudio acaba de publicarse en la revista Geology.
Investigadores descubren cómo una megaerupción sucedida hace 25.000 años consiguió enviar microorganismos hasta 850 km de distancia, un nuevo mecanismo de diseminación de la vida en la Tierra.
Hace apenas unos días, un grupo de investigadores británicos, de la Universidad de Sheffield, aseguraban estar plenamente convencidos de haber encontrado organismos de origen extraterrestre en nuestra atmósfera, a 27 km. de altura. Milton Wainwright, director de la investigación, afirmaba entonces que “la mayoría de las personas sostendrá que estas partículas biológicas deben, por fuerza, haberse desplazado a la estratosfera desde la Tierra, pero es sabido que una partícula del tamaño de las que hemos encontrado no puede elevarse desde la Tierra hasta alturas, por ejemplo, de 27 km. La única excepción podría deberse a una violenta erupción volcánica (que empujara a esas partículas hacia arriba), pero nada de eso ha sucedido durante los tres años en que hemos estado recogiendo muestras”.
Ahora, un equipo de la Universidad Victoria, en Nueva Zelanda, acaba de revelar cómo una erupción explosiva sucedida hace 25.000 años consiguió enviar microorganismos hasta 850 km. de distancia, un hecho que revela la existencia de un nuevo mecanismo de diseminación y evolución de la vida en la Tierra. El estudio acaba de publicarse en la revista Geology.
Mapa de la isla norte de Nueva Zelanda con la antigua ubicación del lago Huka, donde se produjo la erupción de Oruanui, y la posición actual de la caldera del volcán Taupo. La línea punteada marca el alcance de los materiales arrojados por la erupción con un tamaño mayor de 10 centímetros.
En la década de 1970, el vulcanólogo Steve Self encontró unos curiosos restos microscópicos en los depósitos de una erupción acaecida en la isla norte de Nueva Zelanda hace 25.400 años. Se trataba de fragmentos de diatomeas, un tipo de algas unicelulares que se encierran en una fina cápsula de cristal de sílice y que a menudo se encuentran como microfósiles en rocas antiguas. A lo largo de los años, la observación de Self corrió de boca en boca entre los geólogos, casi como un rumor, hasta llegar a Alexa Van Eaton, una estudiante de doctorado en el laboratorio de Colin Wilson, profesor de la Universidad Victoria en Wellington (Nueva Zelanda).
Para Van Eaton, aquella observación nunca corroborada de que los volcanes podrían dispersar microorganismos a enormes distancias durante las erupciones abría un jugoso campo de investigación para su tesis doctoral. “Coincidía que teníamos a Margaret Harper, una experta mundial en las diatomeas de Nueva Zelanda, así que era un conjunto de circunstancias afortunadas”, relata la investigadora.
La capacidad de los microorganismos de volar con el viento a lugares lejanoses algo ya conocido. “Hay muchos ejemplos”, señala Van Eaton. “Uno de los primeros fue documentado a mediados del siglo XIX por Charles Darwin, quien encontró diatomeas de agua dulce pegadas a las velas del HMS Beagle en el océano Atlántico, y concluyó que llegaban allí con la brisa”. El pasado año, investigadores de EE.UU. probaron que las corrientes de aire a través del Pacífico transportan miles de especies de bacterias desde Asia hasta Norteamérica, demostrando así que la dispersión del llamado aeroplancton alcanza proporciones intercontinentales. Con todos estos datos en la mano, Van Eaton se planteó buscar posibles restos fósiles en depósitos volcánicos a gran distancia de la fuente original.
La supererupción del Taupo
Para ello eligió el mismo evento investigado por Self, la supererupción de Oruanui del volcán Taupo. La elección no es casual: esta erupción explosiva, la mayor ocurrida en el planeta en los últimos 70.000 años, fue de las llamadas húmedas, ya que se produjo bajo las aguas del lago Huka. Como consecuencia, los expertos estiman que el Taupo inyectó una gran cantidad de material volcánico mezclado con agua y plancton hasta la estratosfera, a una altura de 30 kilómetros. Curiosamente, el mismo rango de distancias en las que Wainwright encontró sus supuestos “organismos extraterrestres”.
Van Eaton y su equipo recogieron 22 muestras de depósitos de la explosión del volcán en 11 localizaciones diferentes, hasta una distancia de 850 kilómetros en islas próximas. Y tras el análisis, lograron identificar más de 300 restos de valvas de diatomeas de agua dulce en cada muestra, concluyendo que la erupción dispersó un volumen aproximado de 600 millones de metros cúbicos de estas algas, similar a la cantidad de magma arrojada por el monte Santa Helena en 1980.
Para verificar sus resultados, tomaron muestras de estratos por encima y por debajo del de la erupción y comprobaron que las especies de diatomeas eran diferentes, pero que las del material eruptivo coincidían con las encontradas en los depósitos volcánicos del propio lago. Además, en los sedimentos distantes encontraron una especie, Cyclostephanos novaezeelandiae, que es endémica en la isla norte de Nueva Zelanda.
“Hasta donde sabemos, es el primer estudio que vincula de forma convincente la dispersión de microbios con una erupción volcánica”, concluye Van Eaton. Pero para que su trabajo tenga un interés biológico además del geológico, la investigadora es consciente de que sería necesario demostrar que las diatomeas pueden sobrevivir a estos viajes volcánicos, algo difícil de probar.
“Calor extremo en la erupción, luego frío extremo en las capas altas de la atmósfera, desecación y exposición a radiación ultravioleta… Todo esto sería bastante desagradable para la mayoría de las diatomeas”, reflexiona. “Alguna podría sobrevivir, y ¿cuántos pioneros necesitas para una nueva colonia? Aún así, es más probable que las células latentes de las diatomeas u otros microbios asociados, como bacterias dentro de las envolturas, pudieran sobrevivir en número suficiente”.
Vida extrema
Las implicaciones del estudio van más allá si se tiene en cuenta que existen microbios llamados termófilos extremos capaces de crecer en entornos volcánicos, por lo que la dispersión a través de todo tipo de erupciones, no solamente las húmedas, podría haber desempeñado un papel importante en la diseminación y posterior evolución de la vida en la Tierra temprana.
“Por qué no”, especula Van Eaton. “Podría ocurrir en cualquier ambiente volcánico”. Es más: ciertas teorías apuntan que la vida en la Tierra podría haber nacido en las fumarolas hidrotermales oceánicas. “En este caso el mecanismo primordial de dispersión serían las corrientes marinas”, razona la geóloga. “Pero las erupciones pueden haber contribuido en cierto grado; es una idea interesante”.
Desde el punto de vista de los vulcanólogos, el trabajo servirá como modelo para reconstruir otras erupciones históricas mediante el estudio de esta firma biológica que permite identificar la procedencia de los depósitos. Mientras, Van Eaton explora ahora antiguas erupciones en la cordillera norteamericana de Cascadey en Alaska en busca de nuevos microfósiles, al tiempo que sus colaboradores del Instituto Tecnológico de Georgia analizan los fragmentos de diatomeas de Nueva Zelanda a la caza de posibles restos de bacterias. “Quién sabe qué más puede aparecer”, aventura.
Fuente: ABC