Por Oscar Alfredo Turone
El Gran Meteorito Chaco de 37 toneladas, el segundo más grande del mundo
El territorio del Chaco impuso duros tributos a quienes lo conquistaron. Tierra de montes impenetrables, de esteros, fieras y aborígenes bravíos, no se rindió fácilmente a los españoles y posteriores inmigrantes europeos. El lugar impuso a la llegada de los blancos, la potencia de una naturaleza indómita que jaqueó siempre a los desconocidos y protegió a sus dueños: los indios. Tierra de los Guaycurúes la bautizaron algunos conquistadores. Provincia de los Payaguás, fue denominada por otros; Gran Chaco Gualamba terminaron por llamar los españoles a esa inmensa y misteriosa región.
El primer europeo que la pisó fue Alejo García, náufrago de una de las naves de Solís que, en 1526 inauguró, posiblemente a su pesar, la extensa lista de los que peregrinaron por la región.
El Chaco fue tierra de expediciones. Centenares de conquistadores, al frente de una tropa dura como las privaciones que soportaron, lo transitaron en todas las direcciones, buscando las nunca halladas Sierras de la Plata, intentando comunicarse con las tierras del Inca o, simplemente, haciendo la guerra al indio para quedarse con sus tierras. Entre 1671 y 1810 Asunción del Paraguay fue punto de partida hacia el Gran Chaco de 77 expediciones. Otras salieron de las actuales ciudades de Corrientes, Tucumán, Santa Fe y Santiago del Estero. Muchos de sus integrantes jamás regresaron: quedaron tendidos, atravesados por las flechas de los indígenas.
Fue gran sorpresa para los primeros sacerdotes de las Misiones Jesuíticas comprobar que en algunas culturas de la América india existían mitos similares a los del bíblico Diluvio Universal. Los aborígenes guaraníes recuerdan aún la denominada Hecatombe del Agua, llamada Iporú, de la que pocos hombres y animales se habían salvado, ubicándose en la copa de un árbol de gran porte. Según los indios quechuas, existía un cerro que crecía a medida que las aguas subían y en el cual se refugiaron hombres y animales.
Entre las culturas primitivas del Chaco, en cambio, la destrucción de la Humanidad se habría producido mediante un fuego devastador. El misionero jesuita Guevara registró el mito mocoví de la caída del Sol: “Entonces fue como por todas partes corrieron inundaciones de fuego y llamas que todo lo abrazaron y consumieron: árboles, plantas, animales y hombres. Poca gente mocoví, por repararse de los incendios, se abismaron en ríos y lagunas, y se convirtieron en caimanes y capiguarás. Dos de ellos, marido y mujer, buscaron asilo en un altísimo árbol desde donde miraron correr ríos de fuego que inundaban la superficie de la Tierra; pero impensadamente se arrebató para arriba una llamarada que les chamuscó la cara y los convirtió en monos, de los cuales tuvo principio la especie de estos ridículos animales”.
Pero para imaginar la grandiosidad de lo ocurrido en Campo del Cielo, hay que pensar en moles de gran volumen que cayeron acompañadas de miles de fragmentos menores, todo en estado incandescente. Pudo haber ocurrido en minutos y tras el estrépito, el fragor de los bosques incendiados. Así lo indican los restos carbonizados encontrados al buscar debajo de los meteoritos. Pocas veces el hombre habrá sentido más cerca la inminencia del fin del mundo, del Apocalipsis.
La estudiosa Elena Lozano obtuvo de un informante de la tribu vilela la memoria de un fuego grande que quemó todo: “árboles, pájaros, todo. Una pareja cavó un pozo donde, con la demás gente se protegieron del estrago. Al concluir el fuego grande, el patriarca recomendó a los que salían que no miraran el suelo quemado. Pero una muchacha lo hizo y se convirtió en guasuncho, otra se convirtió en nutria y se fue a la laguna. Un viejo se hizo yacaré y una vieja gorda, loro. El patriarca y su compañera, que cerraron los ojos al salir, procrearon dos hijos, varón y mujer, a los que autorizaron la unión conyugal para que haya gente otra vez”.
El investigador chaqueño José Miranda Borelli, recogió versiones semejantes entre informantes de las tribus tobas y matacas; todas con la narración del holocausto y el refugio en la cueva del escarabajo.
Los primeros españoles que llegaron a Campo del Cielo escucharon estos relatos a los meleros (buscadores de miel silvestre), además comprobaron, en pequeñas batallas con los aborígenes, que ellos remataban sus lanzas y flechas con trozos de metal. Dado que las rocas más cercanas estaban a más de 500 kilómetros de la región y que los naturales desconocían las técnicas metalúrgicas, el metal debía ser fruto de alguna razón desconocida.
La tropa, compuesta por 200 soldados y 500 reses, partió de Santiago del Estero el 15 de enero. Al frente, 20 hombres eran los encargados de detectar las aguadas que aprovisionarían de agua a los expedicionarios, detrás de ellos iban los “gastadores”, un grupo de 50 hacheros que se encargaba de “abrir el monte” para permitir el paso de las carretas y el resto de la tropa.
Luego de un sinnúmero de inconvenientes, la noche del 15 de febrero, los encontró a todos reunidos alrededor de “la mina”, situada a unas seis leguas del Pozo de Otumpa.
El día 16 Rubín de Celis comenzó la distribución de los trabajos, mandando gente a campear, otros a cavar pozos a distancia de sesenta pasos de la mina y otros a cortar troncos para así formar un pequeño fuerte, como también las enramadas para el abrigo de la gente. El resto fue destinado a cavar alrededor del fierro y sacar trozos con cinceles y martillos. Esta última tarea resultó ser ímproba, pues 4 hombres no conseguían sacar más de un kilo y medio de metal por día, dañando además todas las herramientas. Las pruebas realizadas con un crisol confirmaron que estaban ante la presencia de hierro en estado casi puro.
Prosiguiendo con la cava se logró hacer un túnel por debajo del fierro, comprobándose de esta manera que no existía una prolongación subterránea del mismo. Finalmente con la utilización de palancas se logró darlo vuelta, cayendo dentro del pozo que se había cavado junto a él. Esto dio por tierra con la idea de que se trataba de una mina.
En sus conclusiones Celis expresó: “lo más probable es que haya sido arrojada allí por algún volcán de la cordillera. No puede servir sino de confusión a los sabios o de adorno de un gabinete de historia natural, de un gran príncipe como el nuestro pues, aunque su conducción sea difícil y costosísima, dista mucho de ser imposible. Como que allí no me quedaba que hacer y el objeto de mi viaje perfectamente cumplido, dispuse mi regreso, y para ahorrar gastos a su Majestad también licenciar la tropa y trabajadores”.
Reconocimiento oficial
La Academia de Ciencias de París, principal institución científica por esos años, no aceptaba la posibilidad de que pudieran caer piedras del cielo. La tarde del 13 de setiembre de 1768 se produjo la caída de una piedra en Lucé, Francia, que fue presenciada por gran cantidad de gente, recogiéndose además muestras del material. Inmediatamente fueron enviados al lugar algunos miembros de la Academia de Ciencias – entre los que se encontraba el célebre químico Lavoisier – quienes concluyeron pese a todo que: ¡¡No caen piedras del cielo!!. La hallada, según ellos, “había permanecido en ese sitio desde siempre…..y su color negro era debido a que fue alcanzada por un rayo”. En 1768 hubo otra gran lluvia en el suroeste de Francia y la conclusión fue la misma.
En 1794, el prusiano E. Chladni realiza el primer trabajo que explica científicamente el fenómeno. Basó su teoría en el testimonio de varios testigos presenciales de caídas y también en la observación y estudio de varios meteoritos entre ellos el denominado “Hierro de Pallas”, encontrado en Rusia, y un fragmento del meteorito de Otumpa, procedente de la zona conocida hoy como Campo del Cielo en el límite entre las provincias de Chaco y Santiago del Estero. Demás está decir que la Academia de Ciencias rechazó este trabajo.
Mapa de la zona sobre la cual cayó el meteorito de L’Aigle el 26 de Abril de 1803, a las 13 hs. Confeccionado por Jean-Baptiste Biot. (Cortesía del National Museum of Natural History, Smithsonian Institution).
Finalmente el 26 de Abril de 1803 se produce en la localidad de L’Aigle, Francia, otra fenomenal lluvia que fue presenciada por miles de personas, entre ellas algunos miembros de la Academia. Se recogieron casi cincuenta kilogramos de piedras y los testimonios fueron tan abrumadores que por fin la Academia de Ciencias de París terminó reconociendo que “existe la posibilidad de que puedan caer piedras del cielo”. Puede decirse por lo tanto, que el 26 de Abril de 1803 los meteoritos entraron al “reino de la ciencia”.
Se reinicia la búsqueda en Campo del Cielo
A partir de este reconocimiento muchos en Buenos Aires se preguntaron: ¿no será un meteorito la masa de hierro de las planicies de Otumpa?. Tal suposición dio motivo, a una nueva expedición a Campo del Cielo, que estuvo a cargo del coronel Diego Bravo de Rueda. El no pudo hallar al Mesón de Fierro. Ya habían pasado veinte años desde que Rubín de Celis lo hizo arrojar dentro de un pozo. Los sedimentos lo habían cubierto y la vegetación creció sepultándolo definitivamente. En cambio pudo hallar otra enorme masa de hierro de 900 kg que fue conocida como el meteorito Runa Pocito . Con un fragmento del mismo Esteban de Luca confeccionó, en el arsenal de Buenos Aires, unas preciadas pistolas de arzón. Luego de permanecer durante mucho tiempo en el fuerte de Buenos Aires, el preciado tesoro cósmico, fue donado al British Museum de Londres.
Con el correr de los años se fueron encontrando en esta zona innumerables piezas de distintos tamaños, entre las cuales se destaca el meteorito El Toba de más de 4 toneladas, depositado en el Museo Argentino de Ciencias Naturales “Bernardino Rivadavia” de la ciudad de Buenos Aires.
El geólogo J. Nágera, en 1923, estudió una serie de depresiones a 15 km al Sur de Gancedo, halladas por Manuel Santillán Suarez y concluyó que las mismas correspondían a excavaciones practicadas por los indios de la zona. Los estudios realizados tiempo después por L. J. Spencer (1933), establecieron que se trataba de cráteres provocados por el impacto de meteoritos.
Las investigaciones se reiniciaron en julio de 1961 con los trabajos del Observatorio Geológico de Lamont, de la Universidad de Columbia (U.S.A.), la Dirección Nacional de Geología y Minería de la Argentina y el patrocinio de la Fundación Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, con la finalidad específica de estudiar el fenómeno sideral. Se efectuaron relevamientos de la zona con mapas geológicos y geomagnéticos y, consiguientemente, se reinició la búsqueda del Mesón de Fierro. Las campañas de investigación continuaron hasta 1969. De los estudios efectuados se infiere que la lluvia meteóritica se habría producido hace unos 5.800 años, en un ángulo suave de caída y con orientación noreste. Hasta la fecha se ha verificado en Campo del Cielo la existencia de más de 30 cráteres meteóriticos.
Quizás el hecho más importante haya sido el descubrimiento de un meteorito de tamaño poco común, ubicado en el cráter llamado “Raúl Gómez” en homenaje al poblador que orientó su rastreo. El 8 de Julio de 1980, en presencia de catedráticos, universitarios, periodistas y estudiosos se extrajo un meteorito de 37.200 kg. La mole es la segunda del mundo de origen extraterrestre. Puede ahora ser observada junto a su cráter y es conocida como “Meteorito Chaco”.
Perdido el fragmento principal del meteorito, conocido con el nombre de Mesón de Fierro, la provincia de Santiago del Estero estimuló la búsqueda, acordando un premio por ley de 1873, al que volviera a descubrirlo nuevamente. Dicho premio consistía en dos mil pesos fuertes y diez leguas de tierra fiscal.
Para obtenerlo, y tener derecho a elegir las tierras así ganadas, el descubridor debía entregar al gobierno de la provincia “una muestra del fierro y un derrotero exacto que conduzca al punto en que él se encuentra”.