Al final, resultó que la Luna no era de queso. Cuando el astronauta Neil Armstrong daba “un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la Humanidad”, al posar el pie en el polvoriento suelo lunar, ponía a la cabeza de la carrera espacial a los estadounidenses. Años antes, en 1961, motivado por los avances soviéticos (el Sputnik, la perrita Laika, etc), el presidente J.F. Kennedy instaba a sus compatriotas ante el Congreso a poner un hombre en la Luna y traerlo de vuelta sano y salvo “antes de que acabase la década”. Fueron años de auge en la investigación espacial. Y lo consiguieron. Con la desaparición de la Unión Soviética en 1989, parece que invertir en (y defenderse desde) el espacio perdía algo de su gracia. Definitivamente, con la rampante crisis económica mundial, el presidente Obama ha decidido que los viajes a la Luna no serán una prioridad durante su mandato. La fiebre del espacio, como tantas otras fiestas, ha terminado, y la cosa ha quedado en manos, pues, de los inversores privados: en 2001, el multimillonario Dennis Tito fue el primer turista espacial, y en 2004, el ingeniero Burt Rutan construyó la primera nave espacial con financiación enteramente privada.
El presupuesto del proyecto español es de 54 millones de euros.

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